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Una fecha, un Mesías, una estrella, unos magos y unas celebraciones.

Recibidos varios mensajes durante estos últimos días del estilo «¡Feliz Navidad… o lo que sea!» me resultó interesante dedicar unas horas a plasmar unas reflexiones historicistas sobre lo que ocurre repetidamente cada año durante estas semanas, su origen, sentido y evolución, y que no pocos desconocen.

Mirando las estrellas

Una noche de diciembre de 1603, el astrónomo Johannes Kepler observaba en el cielo la conjunción que, en la constelación de Piscis, producían los planetas Júpiter y Saturno. Por entonces conoció que, en un escrito del rabino Isaac Abravanel, éste afirmaba que el nacimiento del Mesías debía producirse precisamente en unas circunstancias cósmicas como aquellas. Dado que el astrónomo y matemático alemán era cristiano, aquello le hizo preguntarse si el nacimiento de Jesús habría tenido lugar en una fecha con algún fenómeno de similares características. Kepler realizó cálculos astronómicos y descubrió que una conjunción semejante se había producido en el 6-7 a.C. Su sorpresa fue considerable al comprobar que esa fecha coincidía con los datos proporcionados por el Evangelio de Mateo.

«Nacido Jesús en Belén de Judea, en tiempo del rey Herodes, unos magos que venían del Oriente se presentaron en Jerusalén, diciendo: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Pues vimos su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarle.» 

(Mateo 2, 1-2)

La incongruencia de nacer antes de haber nacido

En dicho texto, primero del Nuevo Testamento, efectivamente se afirma que Jesús había nacido cuando aún reinaba Herodes el Grande (monarca judío que no tuvo reparos en cometer todos aquellos crímenes que le permitieran satisfacer su ilimitada ambición) pero cuyo fallecimiento está datado en el 4 a.C., lo que supone que nos encontraríamos ante un anacronismo. Esto, entonces querría significar que Jesús, en realidad, habría nacido dos o tres años antes de la muerte de Herodes, por tanto estaríamos hablando de que Jesucristo habría nacido 6-7 años «antes de él mismo».

Para comprender estos errores de datación, hay que tener en cuenta que no fue hasta mucho tiempo después que los cristianos se preocuparon de establecer una fecha exacta para el nacimiento de Jesús, puesto que bajo el Imperio Romano los años se contaban ad Urbe condita (desde la fundación de Roma). No fue hasta el siglo VI, cuando el erudito y monje bizantino Dionisio el Exiguo, pensó que debían separarse la era pagana de la cristiana, tomando como referencia para ello el nacimiento de Jesucristo, aunque de todas formas, la exactitud de la fecha exacta no resultaba por entonces tan importante y se estima que muy probablemente no existía mucha preocupación por establecerla con rigurosa precisión.

La elección de una fecha

Sin embargo, la elección del día y mes, 25 de diciembre (recordemos que ni siquiera los Evangelios mencionan el día del nacimiento), sí que es una fecha establecida arbitrariamente por el emperador Constantino, el primero en legalizar el cristianismo y en convertirse a la nueva religión. La estrategia consistía en superponer las prácticas cristianas a fiestas ya arraigadas en el mundo romano, para que así la tradición cristiana fuese fácilmente asimilable para los romanos, algo todavía más acusado cuando Teodosio la estableció como nueva religión oficial. Pero el esfuerzo de conversión de toda la población del Imperio, con culturas y tradiciones tan diversas, exigía establecer un canon para muchas cuestiones que, hasta entonces, habían tenido una importancia menor, entre otras la fecha del nacimiento de Jesús. Por ello, la elección del 25 de diciembre no fue producto del azar, sino que se hizo coincidir con las Saturnales, el solsticio de invierno (hemisferio norte), y la celebración de la fiesta del Sol Invicto (dios oriental que había sido elevado a culto oficial del Imperio por parte del emperador Aureliano a finales del siglo III) y que servía servía como metáfora de que Jesús era el nuevo “sol” que había venido a iluminar el mundo.

La luz que guía desde el firmamento y las razones de un viaje peligroso

En 1925, el erudito filólogo alemán Paul Schnabel descifró unos escritos cuneiformes de la escuela de astrología de Sippar, unas anotaciones neobabilonias acuñadas en una tabla de arcilla encontrada entre las ruinas de un antiguo templo del sol, un centenar de kilómetros al norte de Babilonia. Dicha tablilla revelaba la antes mencionada conjunción de Júpiter y Saturno en la constelación de Piscis en el año 7 a.C., y los cálculos matemáticos indican que fue claramente visible en la región del Mediterráneo en tres ocasiones y durante pocos meses: del 29 de mayo al 8 de junio, del 26 de septiembre al 6 de octubre, y del 5 al 15 de diciembre.

Una vez más, los datos encajaban con el Evangelio de san Mateo e incluso explicarían la manera en que los magos pudieron ver la “estrella” y seguirla durante meses hasta llegar a Palestina. Esta conjunción de los dos planetas en tres ocasiones explica también la aparición y desaparición de «la estrella» (visualizada como un gran astro debido a la coincidencia de los dos planetas). Así, en el crepúsculo, la intensa luz podía verse al mirar hacia el Sur, de modo que los Magos de Oriente, al caminar de Jerusalén a Belén, la tenían en frente y parecía moverse «delante de ellos» (Mateo 2, 9). La misma se habría aparecido en diversas ocasiones, llamando su atención hasta llegar a indicarles donde estaba el niño. De esta forma podría establecerse por tanto, que Jesús habría nacido en mayo (más probablemente) u octubre del 7 a. de C. y, como señala el primer libro del Nuevo Testamento, su nacimiento se acompañaba con la visión de un astro en el cielo que guiaría a los magos.

El viaje en busca del Mesías recién nacido era de centenares de kilómetros, lo cual, portando tesoros, representaba grandes peligros ante el ataque por parte de ladrones, por lo que cabe preguntarse qué es lo que motivó a dichos magos a efectuar su desplazamiento. La respuesta probablemente la encontremos en las creencias de la antigua astrología, para la que Júpiter era considerado como la estrella del príncipe del mundo, la constelación de Piscis como el signo del final de los tiempos, y el planeta Saturno era considerado como la estrella de Palestina. Siguiendo esas premisas, la conjunción de Júpiter con Saturno en la constelación de Piscis, significaría que el Señor del final de los tiempos aparecería aquel año en Palestina.

Friso bizantino de los Reyes Magos. San Apolinar Nuevo (Rávena) (siglo VI d.C.)
La Adoración de los Magos. (1479-80). Hans Memlin. Museo del Prado

Los magos que no eran monarcas

Estos magos («magoi» en griego) -que no reyes- de los que habla el Evangelio de san Mateo (y sólo él), y de los que no se precisa ni sus nombres ni su categoría y su número, eran en realidad unos personajes eruditos que pertenecían a la tribu meda del mismo nombre ya mencionada por Heródoto y que, al parecer, contaban con conocimientos astronómicos. No conocían la revelación divina como los judíos, pero en su deseo de buscar a Dios estudiaban las estrellas, para ello miraron al cielo buscando en la luz de las estrellas una guía, y encontraron una que les guiara hacia el Cristo que entendían que era la verdadera luz.

Sería en el siglo III d.C. cuando se estableció que pudieran ser reyes (hasta entonces, por los regalos que presentaban, se entendía que eran personas pudientes), y que fueran tres y de diferentes edades (uno por regalo iconográficamente representado habitualmente, oro, incienso y mirra, aunque existían dibujos con dos, tres o cuatro magos, e incluso sirios y armenios aseguraban que eran doce, uno por cada tribu de Israel). Sus nombres conocidos en la actualidad (Melchor, Gaspar y Baltasar) aparecen por primera vez en el mosaico de San Apolinar el Nuevo de Rávena, en el siglo VI d.C., y no sería hasta el XV d.C. hasta que Baltasar aparezca con la piel negra, y que el trío de «Reyes Magos», además de representar diferentes edades, lo hicieran con las tres razas que se conocían por entonces (europea, asiática y africana).

La celebración en la actualidad

Dicho todo esto, la siguiente pregunta es ¿qué se celebra, entonces, en estos días que llamamos navideños?. La Navidad (del latín nativĭtas, nativātis, nacimiento) se celebra en la mayor parte del mundo (aunque las tradiciones y costumbres asociadas con la festividad pueden variar según la región, la cultura y las creencias religiosas) y es la festividad que cada 25 de diciembre conmemora el nacimiento en Belén de Jesucristo de Nazareth, por parte de las comunidades cristianas, católica, algunas comunidades protestantes, la iglesia anglicana y la mayoría de iglesias ortodoxas.

No obstante, a pesar de esas raíces cristianas, muchas personas no cristianas también participan en celebraciones festivas y actividades relacionadas en diversas partes del mundo, pudiendo además variar significativamente las tradiciones específicas incluso dentro de un mismo país, región o cultura.

Foto de From Marwool en Unsplash

Aparte de los servicios religiosos (como la Misa del Gallo, que conmemora el nacimiento de Jesucristo), y cantos de villancicos, los tiempos han ido convirtiendo la festividad en una ocasión para el consumo, así como también han ido cobrando importancia diferentes hábitos como las reuniones familiares y sociales (incluyendo desplazamientos masivos), comidas especiales (algunas con platos específicos de la festividad), actividades solidarias y benéficas, intercambio de regalos (simbolizando generosidad), ornamentación con luces y decoraciones de calles, comercios, edificios y hogares, espectáculos navideños,… A ello debe sumarse que el fenómeno de permeabilización cultural propiciado por la globalización esté dando como resultado que diferentes costumbres estén siendo adoptadas en diferentes zonas geográficas.

Especialmente llamativo es el intercambio de buenos deseos hacia los demás en estas fechas, algo que incluso alcanza en ocasiones a personas que en otros momentos ni se hablan, o incluso hasta sienten odio o indiferencia entre ellos. Es lo que podríamos llamar hipocresía navideña o «tregua de Navidad«, como aquel partido de fútbol en la frontera fraco-belga entre soldados alemanes y aliados que paró durante unas horas la Primera Guerra Mundial en 1914.

Mejor nos iría si esos buenos deseos y comportamientos no se limitaran a estas semanas, y se extendieran por el resto de los días del año. Lo cierto es que la Navidad es mucho más, pero esencialmente, es el recordatorio del acontecimiento -al margen de creencias y prácticas puramente religiosas- que cambió más profundamente la Historia.

Una vez hecho este recorrido, breve pero fundamentado, para conocer mejor qué es lo que se celebra en estas fechas, y antes de finalizar, siendo ésta una época eminentemente familiar y de celebración, quisiera acordarme de los que ya no están y de los que sufren por esas ausencias, y solidarizarme y empatizar con aquellos que se encuentran enfermos, pasando un trance personal o familiar complicado, aquellos que se sienten solos, desubicados o desconsolados, desesperados o desesperanzados, los que sufren injusticia, los que ven que cada camino que toman parece no tener salida. Que sepan que mi pensamiento está también con ellos.

Y en cuanto a tí, lector, seas de Saturnales, Sol Invictus, solsticio de invierno, o Navidad… o aunque seas un Scrooge insoportable de manual, quien esto suscribe también te desea ¡Felices Fiestas, Feliz Navidad!… o lo que sea, llena de paz, prosperidad, y, ojalá mucho dinero (obtenido siempre de forma lícita y honrada, claro) porque, como decían Les Luthiers: «Lo importante es el dinero; la salud va y viene».

Salud y Cultura

Foto de Gautam Krishnan en Unsplash

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